El Tercer disco de Xoel López a su nombre. Y 14º de su trayectoria. Todo ha cambiado mucho. En su vida y en su música, que aquí siempre van de la mano. No es para nada ya aquel muchacho fascinado por ídolos sesenteros, que emergió en los noventa con la Elephant Band. Tampoco, el veinteañero que se reafirmaba con la careta de Deluxe, cantándole un “Que no” a la inercia que lo iba a arrinconar en los dosmiles. Y, aunque se trate de un punto de inflexión definitivo, queda poco de la aventura bohemia que lo llevó a recorrer América en busca de alimento espiritual para su carrera. Todo resulta diferente ahora. El Xoel de 2019 luce 41 años en el DNI. Disfruta una reposada vida familiar. Ha perdido todos los complejos musicales que pudiera tener. Y, desde un eclecticismo total, se inquieta por cosas muy distintas a las de entonces. Dos de ellas, cargadas de simbolismo, titulan el nuevo trabajo.
Sueños y pan. Palabras que pretenden abarcar mucho con muy poco. Para Xoel los sueños engloban lo que uno trata de ser. Ideales, aventuras, arte y misterio. Umm… empezamos a volar. El pan, por su parte, representa lo terrenal. Los alimentos, el hogar, lo cotidiano y el trabajo. Necesidades que obligan a aterrizar. Iniciado el descenso. La madurez muchas veces consiste en alcanzar lo segundo, dejando a un lado todo lo primero sin darnos cuenta del todo. Pero en “Sueños y pan” Xoel canta a todo lo contrario. Reivindica el pan para poder soñar y construir ese otro espacio. Él y todos los demás. Siempre teniendo claro dónde empieza todo. “Y aunque temo perderme en mundos raros / siempre dejo piedras para poder regresar tu lado”, dice con cierta fragilidad en “Insomnio”. Tintineo de guitarras. Un fraseo que sube a Silvio Rodríguez en una barca de soft-pop de los setenta. Y una parte final de saxo y ruido blanco. Queda una cosa clara: el momento cumbre no está ahora fuera de casa, se encuentra en el hogar.
Desde ahí se ve casi todo en este momento. Y se construye un disco que habla de pájaros y cometas como símbolos de libertad; de compromiso y pareja como guía de la estabilidad; de pequeñas derrotas que se convierten en grandes victorias privadas; y de una música que siempre está ahí, concretando en sonido y poesía ese pulso abstracto que los sueños y el pan disputan en la mente. Un viaje realizado siempre desde lo lúdico, con la ayuda del productor Ángel Luján, con el que ya hizo tándem en “Paramales” (2015). Los dos logran, en lo que se podría denominar como experimentación amable, las dosis exactas de extrañeza y familiaridad. Desde el primer tema, ese apabullante “Jaguar”, en el que el artista se contagia musicalmente de la juguetona anarquía de un niño, la sorpresa y la emoción van de la mano.
Unas veces rescatando toques sintéticos y ochenteros, como en esa “Cometa” en la que parece arrancar a lo Vampire Weekend hasta que se transmuta en una suerte de un one-hit-wonder de saxo. Otras, tomando un ritmo cuadrangular de Can y fundiendo una bonita melodía con la voz de Mirem Iza (Tulsa). También extendiendo los particulares hallazgos afro-pop de “A serea e o mariñeiro” a una “Serpes” que invoca a su infancia y deriva en rarísimo pero excitante solo de guitarra interruptus. O dándole color al vaivén somnoliento de “Primavera”. En ese retazo de psicodelia 100% beatle se encuentra quizá el mayor acercamiento formal a John Lennon de su carrera. Deja un poso de tristeza. En ella se pregunta: «Ay, ay, ay, ¿dónde irán las aves que no vuelvan? / Ay, ay, ay, ¿dónde irán los barcos que no vuelven más?». El sueño perdido. Una mirada a los que no pueden alcanzarlo.
Mención especial merece la deslumbrante “Lodo”, casi llegando al final. Pieza fantástica de armazón acústico y sencillez de la buena, acoge versos como: «Si estás atrapado en la sombra aguarda, aguarda / del lodo crecen las flores más altas». Su espíritu se alinea directamente con canciones pasadas, como “Reconstrucción” o “Tierra”. Letras que acogen cierta sabiduría vital y dan sensación de alivio al escucharlas sobre una melodía. En los estados de confusión, a veces, se encuentra la semilla de lo bueno. Igualmente, hay que detenerse en la insólita “Balas”. Hermana espiritual de “El asaltante de estaciones”, se levanta igual de extraña. Dos pianos enfrentados se entregan, precisamente, al poder de la canción en este mundo que sin música sería mucho más difícil de soportar.
Este nuevo álbum de Xoel López responde a una idea de madurez plena. Pero de la de verdad, no aquel simulacro posadolescente que un día decidimos llamar así. A excepción de “Madrid” -que lo parte a la mitad con energía a lo The Who y, en cierto modo, remite a Deluxe-, muestra al músico abrazado a su familia en la calidez del hogar y mirando con extrañeza al mundo de fuera. Los temas fluyen reposados, divertidos y un poco reflexivos, entre risas de niño y suspiros de adultos que no renuncian a volar… para luego aterrizar. Son los sueños y el pan de un artista que se abrazó a la magia con “Atlántico” (2012) y, desde entonces, no la soltó ya más.
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